Era noviembre en aquellas tierras galesas. El rocío helado de la mañana se disputaba con la niebla, la hegemonía de la hierba que poblaba el borde del camino. El frío era intenso y arrancaba de mi boca un aliento brumoso. Un paseo de cuarenta minutos desde la estación había conseguido helar mis pies. Anduve finalmente junto a un muro de piedra invadida por los años. Llegué a un portón de hierro que había sido forjado para delimitar una ostentosa parcela presidida, a lo lejos, por un palacete victoriano. Un letrero con grafía céltica que oraba “O’brayan”, coronaba la verja, indicándome que había llegado a mi destino. Bajo la inscripción había una escultura incrustada en la verja representando un monstruoso dragón mostrando sus fauces. De la cola del reptil colgaba una cadena, deduje que era el timbre. Estiré de ella con determinación. Al cabo de unos minutos apareció un hombre entrado en edad. Me miró cuidadosamente. Llevaba un estupendo tabardo, y una gorra calada en su cabeza, obviamente estaba mejor preparado que yo para la meteorología local.
Me preguntó que deseaba. Del bolsillo de mi americana de pana marrón, extraje un papel doblado en cuatro, una carta. Se la pasé a través de la verja. Examinó el documento y momentos después abrió la puerta.
Nunca entendí como un viejo Lord británico, pudo dejar en herencia una casa tan maravillosa como ésta, a un escritor “del montón“, como yo.
Por aquel entonces, no había tenido demasiada suerte. Un par de discretas novelas publicadas en una pequeña editorial y una veintena de relatos en periódicos de tirada local. Pero al parecer al excéntrico Sir George O’brayan, le había conmovido mi escasa obra, lo suficiente para incluirme increíblemente en su testamento. Alfred, el mayordomo, me acompañó a mi habitación en el segundo piso. Una amplia cámara con una enorme chimenea y mobiliario colonial sería mi nueva habitación. Unas finas cortinas cubrían uno de los noventa ventanales por el que la luz de la mañana se filtraba dentro de la mansión O’brayan. Dejé sobre la cama el escaso equipaje que había traído. Alfred me informó que la comida se serviría a las doce en el comedor principal. Deambulé por el palacete sin rumbo, todo era nuevo e interesante. En el exterior, un camino se alejaba por el este de la casa, y se perdía entre almendros de ramas desnudas. Esa vereda que no era ni la sombra de lo que en mayo sería, huía entre montículos y colinas, faldas de la cordillera que a lo lejos se fundía con el cielo. A un par de kilómetros divisé una montura, un jinete se acercaba trotando por aquel camino de ausente primavera. Alcanzó mi posición en un minuto. Era una dama. Nunca olvidaré la primera vez que vi sus ojos, mar de arrecifes de coral. Viví un año y medio en la mansión O’brayan hasta que decidí ponerla en venta. Hoy he vuelto a casa, las cosas nunca fueron como yo imaginé, aunque en sueños sigo reuniéndome con ella en aquel camino floral donde la conocí.

Camino con flores que debieron estar, pero que aquel otoño hizo que no estuvieran .