Pared entre dos jardines
Una poderosa fuerza de túnica negra llevaba el engaño bajo la lengua. Venía a salvarte, venía a reconfortarte. Dijo que era tu bálsamo, tu refugio, tus murallas y tú lo creíste.
…
Aquella invisible materia gravitatoria apresó su pensamiento. Era tan mordaz, tenía tal acritud y maldad que fue cerrando cada una de sus puertas, tapando cada una de sus ventanas, obturando cada rendija, bloqueando cada respiradero, hasta que ya no entró ni aire ni luz. Sus cerrojos eran tan gruesos y sus sellos tan impermeables que su palabra quedó encerrada, presa de patas en aquella caja hermética de paredes de acero.
Se acostumbró a su refugio y fingió sobrevivir. Cultivó un síndrome de Estocolmo dentro su propio ser y se conformó con aquello. Porque quien convive con serpientes acaba desarrollando el antídoto de su veneno. Más tarde acabó por cansarse de su propia compañía. Empezó a detestarse y decidió dormir para no tener que escuchar a su propia conciencia. Durmió, durmió y durmió pero en su sueño no hacia más que preguntarse ¿Quién acunará al rojo clavel? ¿Quién?
Despertó tiempo después, y deseó salir, pero no supo como. Escuchó voces fuera, y gritó, pero no lo suficiente fuerte. No podía. No sabía. Pensó que era inútil. Pensó que no valía la pena. Lloró, por que el ser humano llora, goza de ese gran privilegio. Pero aquella voz no quiso abandonar y comenzó a hablarle. Se filtró por las obturadas rendijas. Las palabras se colaron por los respiraderos bloqueados buscando su alma, y su fuerza quebró todos los sellos. La sencillez de aquella voz rompió todos los cerrojos.
…
Las puertas se abrieron y el sol entró en aquella parcela de aire vicioso. Renovó aquel aire. Llenó el recibidor de flores. Arrancó los grises manteles, las cortinas y la ropa de cama vieja. Los cambio por telas de vivos colores. La luz comenzó a flotar en armonía, formando en el ambiente destellos de colores irisados, invadiendo cada molécula de aquella alma. Por fin, aquella tristeza, pared entre dos jardines, desapareció.