La dama de rojo
Me envolvió los melocotones en un papel color beige, y seguí mi camino.
Era una tarde encantadora para viajar en moto. Aquella sensación de no tener destino, avivaba mi percepción de libertad y aventura.
Tomé una carretera secundaría, buscando una ruta con más encanto que aquella nacional. El camino empezó a sisear, contoneando en ascendencia la montaña. Aquel tatuaje de asfalto, escalaba hasta la cima aquella roca. Prácticamente, en el linde con el cielo, había una pequeña y misteriosa ermita. Aparque la moto y bajé. La miré detenidamente, la rodeé hasta que llegué a su única puerta. Ésta, estaba abierta y no parecía haber nadie en su interior. Las características esotéricas de su forma, doce lados, y del edículo central que el templo encerraba en su interior, marcaba una profunda influencia del Islam. Eso hizo que produjera en mí, una creciente impresión de misterio. Anduve merodeando, hasta que el ocaso fue oscureciendo todo a su paso. Una inscripción sobre la puerta de la ermita, la databa de 1162. En su interior, no había demasiado. Una vieja cruz de madera, prácticamente podrida, era custodiada a sendos lados, por dos caballeros templarios. Estos hacían guardia desde hacia nueve siglos, y a modo de frescos en la pared, estaban cautivos en un irremediable proceso de envejecimiento paulatino, palideciendo borrosos con el paso del tiempo.
Tras cuarenta minutos en aquel templo, descubrí el significado de la palabra paz. Unas velas santas, iluminaban mi estancia, mientras el sol acababa de ponerse.
Una repentina brisa se coló por la puerta, apagando de sopetón las velas. Todo quedó a oscuras. En minutos, el cielo se encapotó de un plomo intenso. Empezó a llover. La lluvia jugaba con las pequeñas vidrieras de la ermita. Y a través de la puerta pude ver un relámpago. Al principio el goteo emanó de manera tímida, pero poco a poco fue cogiendo fuerza, hasta que la lluvia lo devoró todo. Desde el umbral de la puerta de la iglesia contemplé mi motocicleta encharcarse sobre el barro de la explanada.
A la izquierda entre los árboles, me pareció ver movimiento. De nuevo vi actividad, ahora era clara. Algo se movía y no era capaz de distinguir el qué. Entonces un caballo apareció emergiendo del fronde. Iba sin montura, se fue aproximando a mi posición, hasta que se paró frente a la puerta de la ermita.
Me eche a un lado y el corcel entró en el templo, resguardándose al igual que yo, de la lluvia. Acaricie su lomo, y percibí su pulso. Era un animal precioso.
Pasé varias horas hablándole. Hasta compartí con él los melocotones que había comprado a la bruja. El surrealismo de la situación me invitó al buen humor, me sentía un hombre afortunado, por vivir algo así.
El cansancio me venció y me dormí junto a mi nuevo amigo. No se cuanto tiempo dormí, pero mis sueños estuvieron cargados de brujas, hermosas damas rojas y caballos. En el linde del sueño y la vigilia, me pareció ver a una hermosa mujer vestida de rojo arrodillada ante mi.
Cuando los reflejos del alba empezaron a arrancar las primeras sombras, abrí los ojos. El caballo había desaparecido. En su lugar había una capa roja sobre el suelo. Todo el interior de la ermita estaba envuelto de un intenso olor a rosas. Inquieto por aquellos extraños acontecimientos, decidí buscar respuestas. Usando mi mano derecha, me incorporé. Un dolor en la palma de la mano, me sobrecogió. La miré, esperando la picadura de algún insecto. La palma de mi mano tenía un dibujo tatuado. Una hermosa rosa en forma de dodecaedro coronaba el reverso de mi mano. No encontré más respuestas, pero aquel dibujo, nunca más abandonó mi mano.