La vida predica a un converso
Todo empezó en los arrabales de mi ciudad, yo era un adolescente, andando con miedo por una vieja y bohemia calle color gris verdosa. Me dirigía a una casa de empeños, quería rescatar los objetos personales de mi abuelo. Mi tía los había vendido al mejor postor por un puñado de monedas. Llegué al umbral de aquella sórdida tienducha. Abrí la puerta, una campanilla, avisó de mi presencia. En su interior un viejo receloso, esperaba tras él mostrador. En segundos me escrutó como si yo fuera carnaza y él un tiburón. El interior de la tienda era un cementerio de objetos olvidados. Cientos de trastos viejos estaban dispuestos por todo aquel almacén sin seguir ningún patrón que desvelara orden alguno. Y allí tenía yo que encontrar los objetos del abuelo. Para rematar, a aquel horroroso lugar le acompañaba un olor nauseabundo. Tras un buen rato buscando, encontré una caja grande de cartón, dentro estaban las cosas del abuelo. Cogí lo que creí que valía más la pena. Un viejo reloj parado, una pluma estilográfica y su libreta de notas. Una preciosa moleskine de cuero marrón con una goma para abrazar sus hojas. En mi bolsillo unas cuantas monedas, todo lo que pude ahorrar realizando algunos trabajillos. Me dirigí al mostrador. La síntesis de lo que ocurrió es sencilla. La profesión vitalicia de aquel mugriento personaje era la negociación, y yo solo era un chaval sin experiencia. Así que fui afortunado en poderme llevar el cartapacio usado de mi abuelo. A cambio, vacié mi bolsillo de monedas y dejé también un jersey, ese que fue el último regalo de cumpleaños de mis padres. La verdad, no podemos decir que fui un zorro negociando, pero pude rescatar un objeto personal de mi propio abuelo.
Años después…
Mis dedos enfundados en un guante de cuero marrón tiraron con fuerza de las trinchas que ataban mi fardo, dentro guardaba un catalejo dorado. La cueva, que el abuelo describió en su preciosa moleskine no podía estar muy lejos. Contemplé a través de las lentes una opulenta roca que despuntaba entre los bosques, como un rascacielos natural. Un mapilla dibujado por su puño y letra en tinta negra indicaba su posición. Entre sus notas encontré mención a una gruta de iridiscentes paredes de jade, ese era el camino. En el interior de esa gran roca, había una piedra, un increíble diamante. La gema que yo anhelaba. La sabía divina, la quería para mí. Pero el abuelo no habló de la auténtica realidad de aquel objeto, objeto casi diabólico. En aquella misteriosa libreta, se omitía su procedencia, y por supuesto su maldición.
Anduve hacia aquella maravilla, mirándola, enloqueciendo con ella, enamorado de su belleza. Era sublime, era precisa. La cogí en mis manos, entonces una pregunta acudió a mi mente. ¿Cómo era posible que el abuelo la hubiera encontrado y no la hubiera cogido? Guardé la piedra en mi bolsillo y salí de la cueva reculando por el mismo camino que había tomado a la ida. Justo en el umbral de la cueva, donde esperaba que hubiera un camino firme, apareció una resbaladiza pendiente, trampa mortal que me obligó a rodar como una piedra cayendo por la ladera de la montaña. En mi caída, mientras me despeñaba, apareció ella en mi mente, allí mismo, en aquel lugar, ante mí. Ella me miraba a los ojos, pero estos carecían de vida. Era como si no estuviera viéndome, era como si estuviera a kilómetros de allí. Alargué mi mano hacia ella, loco de amor. Sentía que algo dentro de mí me quemaba. Y pronto, todo ya ardía. El fuego procedía de mi propia conciencia.
En mi mente se fraguó una imagen mucho más compleja de lo que al principio parecía. Esa imagen permitió que lo entendiera todo, fue repentino, lo entendí de golpe. Aquella mujer era frenética, pero al mismo tiempo frígida, vulnerable y desorientada. Era áspera como el perfil de una cicatriz y fría como el oscuro océano, pero en su interior era frágil como el cristal de una copa de vino. Era el único reptil que ha existido de sangre caliente. Lo pensé durante unos instantes, la única posibilidad que existía era enterrar lo que yo sentía por ella y esperar mil años. Con una laxa sonrisa melancólica accedí para mis adentros. Entonces el tiempo se detuvo en mi interior, mientras las agujas del reloj giraban a gran velocidad. Fue justo cuando un dolor agudo rasgo mi costado, gemí al sentirlo y también mientras caía, hasta que mi mano agarró aquel saliente por pura casualidad. Ahora, me encontraba allí colgado.
Dicen que el diablo vive en cada desfiladero y es posible. La única verdad es que el destino se empeña en darme lecciones, y no se el por qué. Digamos que predica a un converso.
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